A pesar de los cambios subjetivos y vinculares que la adquisición de nuevos derechos y roles sociales –como el trabajo remunerado– han traído aparejados, transitando ya el siglo XXI, la mujer continúa apareciendo como la principal protagonista del amor. Así lo refleja una y mil veces la filmografía que se ofrece cotidianamente desde los medios masivos donde, salvo excepciones, ella es la que siempre sufre, espera, perdona, soporta, complace y disputa por su amado y su posesión. Sin embargo, con los nuevos tiempos y con el avasallante desarrollo de las nuevas tecnologías, se fueron instalando nuevas experiencias, ligadas sobre todo a la velocidad y brevedad de los tiempos. Estas nuevas experiencias trajeron aparejada una transformación del universo, que se ha vuelto cada vez más móvil y perentorio: esto vale para la familia, los vínculos, el trabajo, la vida. Esta cultura ha dado nacimiento a nuevos vínculos llamados “light”, leves, livianos, fugaces. Pero, a pesar de estas transformaciones, es en los vínculos amorosos donde los cambios son más lentos, al menos para las mujeres, ya que la fuerza de los mandatos ancestrales todavía mantiene su vigencia.
Distintas consultantes hablan del sufrimiento, causado por el amor o el desamor: “Para qué me sirve, ya ni siquiera tenemos relaciones, no sé por qué no puedo separarme. ¿Algún día podré?”; “A mi marido lo amo, daría la vida por él, pero no lo deseo; X en cambio me vuelve loca, lo miro y ya quiero besarlo”; “El sábado estuve con X y con Z, pero con Z trancé nomás”; “Estoy mal porque me dejó Y, no tengo ganas de vivir”; “No pienso convivir nunca más, si tengo otra relación será solamente cama afuera”; “Me llamó mi novio virtual, le cuento todo, tuvimos cibersexo; por lo menos hay alguien que me escucha y me hace bien”; “¿Qué es para mí Z? Es un amigo cariñoso, sexual, lo necesito, me siento bien con él, es un amigovio”; “No sé, tengo dudas, no sé si lo quiero de verdad, es decir, si es amor verdadero”; “Es mejor estar sola, para cómo están los hombres: deprimidos, desocupados, sin un mango”.
Las mujeres que están en situación de pareja estable, algunas de ellas desde hace muchos años, invocan el amor-pasión: un marido al que se ama y no se desea, y algún amante al que no se ama pero se desea. La pregunta que surge, entonces, es si las mujeres se han apropiado de la doble moral sexual masculina y/o desean seguir sosteniendo la pareja debido a la fuerza de lo instituido y/o aluden a una imposibilidad de terminar una relación o asumir otra que entre en contradicción con el modelo mujer = madre. Tal vez estas suposiciones no sean excluyentes y se deba agregar a ellos la dependencia económica y los temores femeninos –no siempre infundados– a la soledad y al desamparo en cuanto a la manutención de la familia. La independencia económica y la autonomía no son tareas sencillas, sobre todo considerando que en las últimas décadas se ha producido un incremento de la violencia de género y asistimos a una falta de protección jurídica, además de la recurrencia de empleos precarizados, tercerizados y mal remunerados, más el aumento de la desocupación, por lo cual se habla de una “feminización de la pobreza”.
Con respecto al amor romántico entendido como constitutivo de la feminidad, consideramos relevante referirnos a la idea de Emilce Dio Bleichmar (El feminismo espontáneo de la histeria, 1994), quien afirma que, dado el lugar que ocupa la violencia en la construcción de la feminidad tal como está establecida la identidad femenina con sus desventajas en una cultura que la devalúa, la niña –para dominar la angustia persecutoria que el mismo fantasma le provoca al victimizarla– recurre a los formatos también incrustados del romanticismo: mistificación y encubrimiento de la violencia por medio de la idealización del amor. Tal idealización se expresa de modos diversos y siempre ligada a la idea del amor “verdadero”. Esta idea de un amor “verdadero” remitiría al mito platónico de la otra mitad, y se aplicaría al intento de lograr el ideal de completud, mito que continúa vigente a pesar de que cada vez es más evidente la dificultad de sostener relaciones duraderas o garantizadas por su estabilidad.
Ahora bien, paralelamente a la continuidad de estas concepciones ancestrales, aparecen nuevas formas de encuentro, cada vez más caracterizadas por su fugacidad; es por ello que el código que se utiliza para denominar esos encuentros amorosos ha ido variando, sobre todo en las más jóvenes. Palabras nuevas o recicladas dan cuenta de: curtir, transar, donde antes se decía apretar, chapar. Hacer el amor pasó al simple “estuve con...”, y esto tal vez se explique por la fugacidad del encuentro y porque ya no se trata de “hacer como”, sino simplemente de “estar”.
Para Esther Díaz (Posmodernidad, 1999), lo nuevo de esta cultura es la intensidad de los cambios; es como si la verdad sobre nosotros mismos y nuestras relaciones con el otro, fuesen una construcción momentánea, al modo de relaciones afectivas que, como el horno de microondas, son intensas y breves, de tiempos cortos y de mayor intensidad. Sin embargo, y a pesar de lo cambiante y de la vulnerabilidad que esto genera, la pareja sigue siendo un modelo de vinculación entre los seres humanos sumamente fuerte, al que muchos hombres y mujeres permanecen aferrados a pesar del malestar que pueda depararles la convivencia.
La expresión “me dejó” –frecuente en la clínica– siempre se encuentra acompañada de un gran monto de angustia y connota este “ser dejada” con el rechazo y la exclusión por causa de la belleza. La exclusión, en estos casos, está asociada a una selección que se significa socialmente como un darwinismo social, como la supervivencia de la más apta, es decir, de la más bella. Esta representación deja a las mujeres en un estado de vaciamiento afectivo, que se enlaza al entramado de sus historias de abandono, pero que también genera un sentimiento de desafiliación, por el cual consideran que han sido abandonadas por su pareja debido a que nada valioso tienen para ofrecer. Por supuesto que toda disolución de un vínculo amoroso es dolorosa, pero en las ocasiones en que estas mujeres relatan la ruptura con una pareja desde el lugar de “ser dejadas”, el peso del imperativo cultural las confronta con el fracaso del ideal de agradar, de ser deseada, elegida y por lo tanto valiosa para el hombre, lo que les da la medida del valor que son capaces de atribuirse a sí mismas. Como en tiempos ancestrales, en las parejas tradicionales, el marido es quien confiere una nueva identidad a la mujer, marca su pasaje a la vida adulta y evita el fracaso tan temido de no ser elegida.
Sin embargo, y paradójicamente, en la actualidad muchas mujeres separadas o solteras evitan formalizar relaciones que involucren la pérdida de su autonomía, aun cuando tradicionalmente el imaginario social atribuya al varón esta negativa y suponga que es la mujer quien siempre está preocupada por “cas(z)arlo”. En la actualidad son muchas las mujeres que afirman que la vida en pareja perturba su proyecto personal, argumentando el supuesto peligro de demora o de pérdida de su éxito profesional o en virtud de previsibles conflictos de convivencia. La frase tan popular y tan frecuentemente escuchada últimamente: “marido cama afuera”, expone desde su formulación uno de los fantasmas más temidos por las mujeres: el de la servidumbre; no en vano esta expresión proviene de una modalidad de trabajo de las empleadas domésticas.
En otros casos, también, lo que se pone en juego es el deseo de conservar la atracción y el romance o de evitar interferencias en la carrera profesional o en el desempeño laboral (Irene Meler, Amor y convivencia entre los géneros a fines del siglo XX. Apuntes del Seminario Psicoanálisis y Género, 1995). Como en tiempos remotos, los imaginarios sociales continúan dando más estatus a la mujer casada que a la soltera. Las preguntas ¿solita? o ¿sos sola? son frecuentes al dirigirse a una mujer que no convive con un hombre, mientras que el empleo del diminutivo alude a una infantilización: si “no tiene marido” todavía es una niña-señorita que padece cierta desprotección constitutiva de su identidad. El estereotipo “solterona” no ha perdido vigencia, e impulsa a operar en función del mandato del matrimonio y de la maternidad, sobre todo por la presión del medio familiar y social.
Vale destacar además que, paralelamente a estos estereotipos, rige una concepción utilitarista en la relación con el otro, propia de la lógica de mercado. La expresión ¿para qué me sirve? es una pregunta frecuente de las mujeres a la hora de tomar decisiones sobre la pareja. También son muchas las quejas que se escuchan sobre la falta de deseo sexual, incluso muchas de las jóvenes no tienen o no han tenido jamás relaciones sexuales, hecho inimaginable en los años ’60 o ’70 del siglo pasado. Esta queja por la falta de deseo sexual encubre el miedo a un encuentro con ese otro y es síntoma de la alienación a la que conduce la exacerbación del narcisismo y del individualismo. A nivel sociocultural, es feroz la oferta de pornografía y de mensajes que instan más al autoerotismo que al intercambio sexual. Las nuevas formas de relacionarse entre los géneros revelan una ausencia de vocablos capaces de designar estos vínculos que no tienen cabida en el universo simbólico; ejemplo de ello son los neologismos: novio virtual y amigovio. Aunque el novio virtual, puede estar en un plano más ilusorio, ambos aluden a una construcción que no tiene las características contractuales de la pareja pero que incluye aspectos amistosos con los hombres y, en el caso del amigovio, articulados con prácticas sexuales. Es que el abandono del lugar de esposa-madre y los proyectos de autonomía inciden en la búsqueda de nuevos lazos afectivos con el otro, lazos que puedan trascender la lógica de la dominación.
En algunos casos, conviven restos del amor romántico y del amor-pasión con nuevas formas que intentan el logro de una paridad donde se puedan conjugar poder, afecto y sexualidad.
También es muy frecuente escuchar quejas sobre la dificultad de los hombres para aceptar un tipo de relación que respete la autonomía femenina. La famosa frase “ya no hay hombres” indica, al mismo tiempo, la caída de ciertos ideales con relación a la masculinidad. Son tiempos difíciles, de soledad, pero a la vez de búsqueda de nuevos encuentros con el otro, en los que el amor tiene numerosas aristas: mandatos ancestrales que anhelan caer, viejos amores que perviven y nuevas formas que asoman en un intento, no sin conflicto, de generar lazos que impliquen un reconocimiento mutuo de ambos partenaires.
Por Marta Fernández Boccardo *
Textos extractados de Mujeres que callan. Violencias de género y efectos en la subjetividad femenina, de reciente aparición (ed. Entreideas).
¿Existe una regla para saber cuál es la cantidad de veces que se considera normal hacer el amor?
Lo que se llama 'normal' tiene siempre connotaciones ideológicas. Unas veces se refiere a un criterio estadístico (lo normal es la conducta más habitual, la norma), otras a un 'estado ideal', y otras veces se habla de la normalidad como adaptación a un medio, a una realidad exterior.
“Los hombres se quejan siempre de la cantidad de veces que tienen relaciones. Casi nunca están conformes y siempre sienten que no las practican con la frecuencia debida. Para lo que ellos es poco, para ellas es mucho. En el caso del sexo no existen los porcentajes ni los números precisos. Se considera normal lo que satisfaga a la pareja. A ambos, no a uno de ellos. Si hacer el amor una vez a la semana mantiene el vínculo intacto, eso es normal, si se mantienen relaciones siete veces por semana o más, eso también será lo normal si satisface a ambos”, comenta la sexóloga argentina María Lorena De Gracia.
Es importante llegar a un acuerdo. Muchas veces no es fácil que ambos coincidan en el deseo sexual debido al estrés laboral, las ocupaciones o los problemas sexuales disfuncionales pero lo importante es poder hablarlo y que se llegue a un acuerdo antes de que se convierta en un problema.
Para ilustrar este problema, Woodie Allen, el genial director y actor, lo inmortalizó en su film "Annie Hall".
Concurre al Sexólogo la pareja. El profesional pregunta:
- ¿Con qué frecuencia tienen relaciones sexuales?
Annie Hall responde:
- Puhh ...! ¡Una barbaridad...!: Tres veces por semana.
Woodie Allen responde:
- Casi nunca: tres veces por semana.
- ¿Con qué frecuencia tienen relaciones sexuales?
Annie Hall responde:
- Puhh ...! ¡Una barbaridad...!: Tres veces por semana.
Woodie Allen responde:
- Casi nunca: tres veces por semana.
Exigir sexo no está bien y ceder para complacer a la pareja mucho menos. Lo que vale en estos casos es preguntarse si existe deseo y de qué manera llevarlo a cabo en el momento en que ambos estén predispuestos a ello.
La pareja debe tenerse paciencia. Bajo ningún punto de vista es un error la discrepancia sexual entre ambos, es algo normal. Hay que saber decir que no y saber aceptar un no por respuesta sin agobios ni enojos, explica la especialista.
La ley de Fisher
Cabe destacar que la sexualidad no se comporta como las otras necesidades físicas en las que la satisfacción de la necesidad calma el deseo. Es decir, cuando tenemos hambre, ésta se nos quita comiendo, pero no funciona exactamente igual con el sexo.
A este respecto, Fisher, investigador canadiense describe que si una persona mantiene, por ejemplo dos coitos, por semana; cuando disminuye su frecuencia a una o menos, inmediatamente siente un aumento en el deseo sexual que lo insta a la intimidad.
Pero si el individuo, por diversas razones, no reasume las relaciones sexuales por un largo periodo, entonces el deseo disminuye y puede llegar hasta desaparecer.
Asimismo, cuando una persona tiene una frecuencia dada, ejemplo: dos relaciones por semana y aumenta a siete por semana; inmediatamente siente saciedad.
Si continua con esa frecuencia, el cuerpo no solo se adapta sino que hasta le pide más.
Cuando baja la frecuencia
Basándonos en la misma premisa podemos explicar que un distanciamiento emocional o físico, por ejemplo debido a enfermedades o los conflictos de pareja, sin son de larga data, pueden provocar una disminución en el deseo sexual. En esas circunstancias el cuerpo no pide, no requiere, no exige ni demanda la vida sexual.
Al ser superadas las condiciones que provocaron la baja, la sexualidad deja de figurar entre sus apetitos y se mantiene una vida de pareja "como entre hermanos". Hay enorme compatibilidad a pero no hay necesidad sexual.
Quienes quieran mejorar su frecuencia porque pasa mucho tiempo –meses sin sexo- deben hacerlo, al principio puede que cueste, pero luego será un verdadero placer.
La ley de Fisher
Cabe destacar que la sexualidad no se comporta como las otras necesidades físicas en las que la satisfacción de la necesidad calma el deseo. Es decir, cuando tenemos hambre, ésta se nos quita comiendo, pero no funciona exactamente igual con el sexo.
A este respecto, Fisher, investigador canadiense describe que si una persona mantiene, por ejemplo dos coitos, por semana; cuando disminuye su frecuencia a una o menos, inmediatamente siente un aumento en el deseo sexual que lo insta a la intimidad.
Pero si el individuo, por diversas razones, no reasume las relaciones sexuales por un largo periodo, entonces el deseo disminuye y puede llegar hasta desaparecer.
Asimismo, cuando una persona tiene una frecuencia dada, ejemplo: dos relaciones por semana y aumenta a siete por semana; inmediatamente siente saciedad.
Si continua con esa frecuencia, el cuerpo no solo se adapta sino que hasta le pide más.
Cuando baja la frecuencia
Basándonos en la misma premisa podemos explicar que un distanciamiento emocional o físico, por ejemplo debido a enfermedades o los conflictos de pareja, sin son de larga data, pueden provocar una disminución en el deseo sexual. En esas circunstancias el cuerpo no pide, no requiere, no exige ni demanda la vida sexual.
Al ser superadas las condiciones que provocaron la baja, la sexualidad deja de figurar entre sus apetitos y se mantiene una vida de pareja "como entre hermanos". Hay enorme compatibilidad a pero no hay necesidad sexual.
Quienes quieran mejorar su frecuencia porque pasa mucho tiempo –meses sin sexo- deben hacerlo, al principio puede que cueste, pero luego será un verdadero placer.
Cifras:
¿Qué determina la frecuencia sexual?
- Edad
- Raza
- Historia clínica
- Historia psicológica
- Nacionalidad
- Trabajo
- El tener o no una pareja
- Longevidad de la pareja
Aunque es muy difícil confiar en las estadísticas, ya que en este tema se suele disfrazar la verdad, según una encuesta de una famosa marca de preservativos, la media anual de relaciones sexuales gira en torno a los 103 coitos anuales. La diferencia entre la frecuencia masculina (104 al año) y femenina (101 al año) es mínima.
La franja de edad que más encuentros íntimos tiene oscila entre los 35 y 44 años. Le siguen aquellos entre 25 y 34 años y los jóvenes de 16 a 20 años.
En los de cincuenta, sesenta o más edad, para ambos sexos, la ausencia de relaciones sexuales, influye notablemente en la fisiología.
El 5 por ciento de los adultos manifestó tener sexo diariamente, mientras que uno de cada cinco lo practica entre 3 y 4 veces por semana.
El país más apasionado parece ser Grecia donde el 87 por ciento de los habitantes tiene encuentros una vez a la semana por lo menos. Rusia y China son los países que siguen esta tendencia. Los japoneses son quienes menos frecuencia tienen. Sólo el 34 por ciento disfruta del sexo una vez a la semana. Le siguen Estados Unidos y Nigeria.
Es muy común que frente a cualquier inconveniente de tipo sexual - problemas eréctiles, problemas eyaculatorios, falta de Deseo o anorgasmia- disminuya la frecuencia, lo que termina agravando más aún la problemática sexual. La gente suele creer, que si espera "sentada en el umbral de la casa, verá pasar -como por arte de magia- el carro de la curación". Se deberá tener en cuenta, que la sexualidad humana, es lo más parecido a la batería de un coche: "anda mejor, cuanto más se la anda".
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